martes, 7 de junio de 2011

Una llama invertida

Descubrir que las cartas y poemas que Guillaume Apollinaire le escribió a Madeleine Pagès existieron en verdad y que además fueron publicados íntegramente en Francia hace unos pocos años no cambió nada. No es eso lo que importa.
Descubrir que esas cartas, esos poemas de amor y guerra tan hermosos como la memoria están incorporados entre las palabras del texto no me hizo cambiar de opinión. No descompuso mi emoción ni mi asombrada y exaltada admiración por esta inclasificable maravilla escrita por Miguel Ángel Ortiz Albero.
Parecerá una metáfora estúpida, pero ahora que me he pasado al tabaco de liar he podido comprenderlo mejor. Porque parece lo mismo, pero no lo es. Porque es lo mismo, pero de otra manera. Descompondremos su unidad tal y como la conocemos, tal y como nos viene impuesta, y, cogiendo sus elementos por separado: tabaco, filtro y papel, crearemos una nueva. Los ordenaremos y uniremos en una pequeña máquina que al cerrar la tapa nos dará un producto terminado semejante al otro, pero distinto. Tal vez mejor, según el gusto de cada uno, tal vez más simbólico, más aromático, mas puro. Más personal en todo caso.
Supongo que esta novela parte de una admiración previa. La admiración de Miguel Ángel por Apollinaire. Personaje. Poeta y escritor. La misma de la que partió Miguel Sánchez-Ostiz para escribir “La nave de Baco”, su particular búsqueda, reconstrucción, descubrimiento, reivindicación y homenaje a Gustavo de Maeztu. Personaje. Pintor y escritor. Lo mismo que ha hecho Miguel Ángel con Apollinaire y Madeleine. Novelar. Reordenar. Revivir. Interpretar. Concebir, ordenar o expresar de un modo personal la realidad. Traducir. Ejecutar una pieza musical. Poner palabras propias en boca de otro. Hacerle hablar. Porque, como dijo Sánchez-Ostiz, escribir es arte de ventriloquia.
Y me acordé también de cuando aparecieron, ocultos en una maleta, los “Cuadernos de París” de José Gutiérrez Solana y su posterior publicación en edición facsímil de tirada limitada. Y recuerdo que al verlos sentí una extraña emoción. La conciencia de tener ante mí la reproducción exacta y fidedigna de un documento de excepcional valor: los cuadernos de viaje repletos de dibujos y textos de un artista excepcional. Pintor y escritor. Pero también recuerdo que me quedó el vacío de no estar contemplando otra cosa que una fotocopia en color de la realidad. Que la verdadera emoción no estaba en disfrutar su reproducción sino en imaginar los originales en blanco, en imaginar París, en acompañar a Solana en su deambular por la ciudad, en verle escribir y dibujar, en tener la oportunidad de acompañarle, ser testigo de aquel tiempo.
Y ahora, después de este “Un día me esperaba a mi mismo”, entiendo mejor aquella extraña emoción y aquel triste vacío. Entiendo que esta novela es una relectura, es reescribir una historia, poseerla, contarla con voz propia, hacer aquel deseo realidad. Porque revivir aquel tiempo, formar parte de él, sólo es posible a través de la literatura. Novelar la historia real, inventar al hombre que hubiéramos querido ser, convertirse en testigo presencial, compañero, confidente de trinchera y refugio. Reescribir la verdad con un espíritu nuevo. Recuperar la vida, las palabras y el silencio. Ser otro, poeta que acompaña al poeta. Inventor, creador. No pretender ser nada que impida soñar.
Supongo que la intención de Miguel Ángel al escribir este álbum haya sido acercarme a Apollinaire, poeta cansado del mundo antiguo; reivindicarle, reconstruirle en parte. Pero, desde ahora, para mí, Apollinaire, ya no será sólo él. Será su recuerdo, la estrella de su sangre, luciérnaga de silencio y amor perdido, robado por una esquirla en aquel tiempo de azul horizonte. Desde ahora, para mí, será la victoria de un tiempo nuevo; será la seducción por las palabras de Miguel Ángel. Poeta que sigue enfrentándose al mundo, solo entre el gentío, herida que es el comienzo, deseo de perderme para siempre en su universo.

Miguel Ángel Ortiz Albero. “Un día me esperaba a mí mismo”. Jekyll & Jill. Zaragoza, 2011.

Jekyll y Jill Editores
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Miguel Ángel Ortiz Albero
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