jueves, 13 de mayo de 2010

Dura lección de vida

Empezar por el final es una manera de comenzar. Esta es la segunda edición de “La fábrica de huesos”; la primera, de 1999, vendió sus dos mil ejemplares. Y al terminar la novela –en realidad, mucho antes de terminarla- comprendí el porqué. Por una vez le daré la razón a los números y además espero que llegue a la tercera edición.
El mayor mérito de “La fábrica de huesos” es que José Giménez Corbatón nos deja que saquemos nuestras propias conclusiones de la lectura. Y no estoy hablando de tirar la piedra y esconder la mano o de dejar las cosas a medias; hablo de que su forma de narrar es líquida y completa, visual y lírica; que José describe y conmueve, muestra y hiere, pero no lo hace de forma evidente y explícita sino que la emoción, el efecto, se destilan lentamente, gota a gota hasta rebosar el vaso; grado a grado, a fuego lento hasta hervir y quemarnos. Y es que las lecciones más duras, a veces, no se aprenden de golpe.
“La fábrica de huesos” enfrenta dos mundos opuestos; enfrenta generaciones, presente y pasado, opulencia y miseria, padre e hijo, niñez y madurez, amor y dudas. “La fábrica de huesos” nos cuenta que la resignación de un adulto tiene algo de inocencia. Y esa, como la de un niño, llega un día en que se pierde. Que un adulto puede sentirse confuso, extraviado, débil; puede caminar de puntillas bordeando precipicios, contemplar la muerte como algo ajeno, sentir el amor como un calor frío y la vida como un destino forzoso con el que conformarse. Pero un día las heridas invisibles hacen mella, llaga, tocan hueso, y se descubre la forma y el sabor de la palabra desprecio, la dolorosa moraleja que encierra el final de un cuento duro y amargo; se le pone cara, nombre y apellidos a la crueldad humana. Y ese día se abren los ojos y se dice basta.
“La fábrica de huesos” rememora al patrono que gobernaba, dominaba y dirigía hombres aprovechándose de su infortunio, explotando la desventaja, debilidad y carencia de los que nacieron jornaleros. Pero, sobre todo, me deja el significado peyorativo y despreciable del sustantivo Dueño: persona que posee a otras personas. Dueño, amo de una mujer nacida en casa pobre y cuyo único destino era el de marchar a la capital a servir en casa rica. Dueño, amo de una sirvienta a la que convierte en amante y esconde en un piso. Propiedad privada que convierte a uno en dueño y a la otra en pertenencia. Posesión y placer que la enfermedad convierte en un mueble inútil, vida ajena que es un objeto para tirar al estercolero cuando ya no nos sirve.
La indiferencia ante la muerte puede hacer visible la verdadera dimensión de los que nos rodean. El presente y el futuro que nos espera si permanecemos bajo su dominio. La desolación de encontrar en el hijo, la siguiente generación de patronos y dueños, ninguna virtud y los mismos vicios despreciables que el padre. El cinismo, la avaricia, la hipocresía; el mal ejemplo en el que reflejarse; la hombría mal entendida.
Todo tiene un límite, y hay hombres nuevos, adultos recién nacidos, que no tienen precio ni pueden comprarse. Después sólo queda marcharnos y acompañar a la dignidad de los derrotados hasta otro lugar donde espero que conozcan eso que llaman suerte. Regresar al punto de partida y volver a tirar los dados con la lección bien aprendida.

José Giménez Corbatón. “La fábrica de huesos”. 2ª Edición. Prames. Zaragoza, 2009.

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