domingo, 6 de septiembre de 2009

Todo sobre mi padre

Encendió la televisión a esa hora de la tarde en la que sólo emiten culebrones folletinescos, historias mal escritas y peor interpretadas, secretarias feas que congregan el fervor popular durante años, amoríos de tiempos pasados indeterminados en países ultramarinos, acentos que empalagan y atolondran la cabeza. En el mejor de los casos puedes ver un programa de realidad vespertina, y no me refiero al telediario sino a esas orgías de sentimientos y estupidez en la que las gentes venden su alma al diablo a cambio de un bocadillo de jamón y un minuto de supuesta gloria. Apretó con fuerza el mando a distancia hasta que apareció en su salón la imagen de un director de cine manchego al que apreciaba. Le estaba entrevistando un escritor que también era de su gusto, un literato metido a periodista pero que ejercía su labor con gran dignidad. Últimamente leía más sus crónicas en los periódicos que sus novelas o cuentos. Era éste un tipo enjuto y encanecido, de párpados caídos y voz, esta vez sí, nasal y afrancesada. La cosa se desarrolla en una pequeña habitación que resultó ser el cálido despacho que ocupa el entrevistado en la productora que dirige su hermano. Luz tenue y un ambiente propicio para conversar. Decidió ver lo que contaban pese a que ya estaban metidos en harina.
Lo primero que le llamó la atención fue la tristeza que emanaba del genio de La Mancha, el más universal después del quijotesco hidalgo. El pelo cardado y casi por completo blanqueado. Unos cuantos kilos de más, bastantes, la mirada apagada. Viste de negro y cada día se parece más a su madre, a la abuela del espectador que ya concentra toda su atención en sus palabras. Parece una mujer enlutada de los años cincuenta, en los lejanos pueblos y campos de Andalucía, la cara curtida por el sol y con arrugas en el corazón. Cuenta que se siente solo, que su soledad ha sido elegida para poder trabajar en lo que trabaja pero que cada día le cuesta más acostumbrarse a ella. Que no hace reproches porque es normal que la gente se canse de llamar y de no ver atendidas sus cientos de llamadas. Al final el teléfono deja de sonar cuando estás en la cumbre. Es paradójico. La estrella aislada. Lejos, aquella imagen alocada y removida de los años ochenta, cuando salían a quemar la vida y pensaban que las cosas podían cambiar. Ahora hago vida monacal, absolutamente ermitaña, dice mientras mueve sus gordezuelas manos. Siento la angustia de vivir, aquello que intuí con 10 años en el colegio cuando me internaron gracias a la mediación de la beata de mi pueblo, la que le habló de mí al cura que dirigía el seminario, porque sí, ahora lo confieso, aquello era un seminario y yo estudiaba para cura. Este niño debe ser de Dios. Pero Dios no me dijo nada y yo prescindí de él. La misma angustia que ahora trato en el psiquiatra y con medicamentos. No lo voy a ocultar por más tiempo. Detiene su voz. Bebe agua y se dispone a escuchar la siguiente pregunta. Háblame de tu padre.
Y notas que es un tema que le duele. Sus ojos se humedecen de inmediato. Ya ha abierto su corazón y quiere sacar lo que lleva dentro. Nunca me entendí con él. Era un ser decimonónico, arriero, un oficio imposible en pleno siglo XX. Tiene la imagen de un ogro, de un ogro bueno, así tan grande, con ese aspecto... Sí, pesaba unos 120 kilos y de verdad que era enorme. Sale una foto en la pantalla y ve que no se parece a su madre, a su famosa madre con la que siempre se le asocia. Es igual que su padre. Fotos en blanco y negro de familia campesina. Los hijos adolescentes vestidos con traje y corbata negra, la camisa blanca. Nada queda de ese niño en el hombre que ahora se enfrenta a sus recuerdos. Fotos en color sepia, el padre mayor y fatigado. Derrotado. Triste. Nunca comprendió que me marchara a Madrid, que hiciera las cosas que hacía. No hablé con él. El hombre del salón se acuerda de su padre, de su abuelo, tan iguales a él, eres como tu padre, pareces un inglés como le decía tu abuela. Introvertido, poco hablador. Piensa y no sabe si es algo propio de su familia o es extensible a todo el género masculino. Casi no conoció a su otro abuelo, muerto violentamente demasiado pronto. La cara ancha, los ojos pequeños, también el pelo blanco y una sonrisa socarrona que le cuentan sigue viviendo en su nieto. El tampoco habló con su padre. Chocaban sus timideces, sus pocas palabras, el pudor a la hora de mostrar lo que se querían. Nunca vi a un hombre tan contento como el día que tú naciste, le solía contar una vecina. No sabe cuando dejaron de hablar. En su memoria, las veces que jugaron a fútbol, él con su traje azulgrana, su padre un ferviente madridista. Las pocas veces que salieron de vacaciones. Un viaje en los autos de choque que terminó con sangre en la nariz. Las noches en que bajaba a la calle a esperar que su padre volviera del trabajo, de su agotador y pluriempleado trabajo. Corría a darle un beso y un abrazo. Cómprame un polo. De limón. Cómo siempre le daba un beso antes de irse por la mañana, él dormido o fingiendo que lo estaba, sus labios en su frente y un hasta luego. Y recordaba cómo le cogía de la mano, de su mano fuerte, llena de venas y ligeramente sudada, un sudor que él había heredado y que atribuía a su apocamiento. Y vuelve a centrarse en la conversación. El cineasta cuenta que le llamaron cuando su padre enfermó, cuando le dijeron que se moría. Lo encontró en la misma cama en la que nació, así lo había querido, todo bien dispuesto para recibir a la muerte. Ese día no había necesitado morfina, se le veía en paz. Hablaron. Cuida de tu familia, hijo, ahora eres tú el padre. Lo haré, padre, lo haré. Se miraron de verdad. Un día te vi en la televisión. Notó que se lo decía con orgullo, con cariño, con amor. Se fue a descansar. A las dos horas le despertaron para decirle que se había muerto. Le enterraron con la mortaja que había comprado él mismo, hacía tiempo. Sin zapatos. Sea lo que sea que me espera, que me encuentre ligero. Y ya no puede hablar más.
Intenta continuar pero no puede, se derrumba, se hace un silencio eterno, bebe un sorbo de agua. No lo entiendo, hace tanto tiempo, que no debería afectarme pero... Aguanta las lágrimas, baja la mirada pero ya no hay vuelta atrás. El entrevistador se vuelve a cámara. No sé si debemos seguir o paramos... No, no... No importa. Dadme algo para... Dicen que en mis películas sólo sale mi madre. Y no. Mi padre está presente en todas y cada una de ellas. No hace de padre pero está detrás de este personaje, de aquél, de tantas cosas. Me alegro de haber llegado a tiempo de hablar con él, aunque fuera sólo un momento. Eso sí, cambiaría todos los premios, todos los reconocimientos, todas las películas que él no pudo ver, por poder hablarle, contarle que... El hombre del salón también se emociona. Creo que el entrevistador tampoco puede seguir con el tema. Veo que tienes una maleta en el rincón, una vieja maleta de madera de hace muchos años, casi da miedo pensar en lo que significa, parece un ataúd. Es la maleta con la que me fui de casa para no volver. Repasemos un poco tu filmografía. De acuerdo.
Su hijo estaba por allí, ajeno a la televisión que sólo de tanto en tanto mira sin prestar atención ni comprender de qué hablan. Medio adormecido por la reciente siesta hasta que de pronto le mira. Vamos a jugar, papá. Vamos.

Texto de José Antonio Lozano
http://jalozadas.blogspot.com/

La magnífica fotografía es de Jose Anoro.
http://www.flickr.com/photos/photosintesis/

2 comentarios:

Luis Borrás dijo...

Gracias Jaloza.
Gracias Jose.
Un abrazo para cada uno.

JALOZA dijo...

Vaya, menudo regalazo... Si me gusrdas el secreto, te diré que me he emocionado. Me has pillado por sorpresa, malandrín.

Gracias a ti, por tantas cosas.