viernes, 11 de septiembre de 2009

El último verano

Tengo una memoria frágil. Lo sé. Una memoria de tintorería y desagüe. Por eso “Tierra de nadie” me ha traído el recuerdo de un tiempo perdido pero que nunca se olvida: las vacaciones de nuestra niñez en un pueblo. Algo que los niños de ciudad sabemos muy bien qué significa.
Aquellos veranos largos de la infancia. Dos meses de aventuras a lo largo y ancho de campos y montes, calles y plazas. Recuerdos propios que se mezclan con los ajenos. Se ven reflejados en ellos. Un pueblo en el que sentías la felicidad de la libertad total. Un niño de ciudad acostumbrado a la televisión, los tebeos y a salir de vez en cuando al cine que llegaba en julio al pueblo para no entrar en casa más que por obligación. Poder estar todo el día en la calle o en el campo. Convivir con los animales del corral y las granjas: tocinos, gallinas y conejos; y con los descubiertos entre las piedras y los ribazos: lagartijas, escarabajos y culebras. Y volver a ver a nuestra abuela en la cocina de casa desnucando un conejo de un solo golpe, quitarle la piel y colgarlo de un gancho en la fregadera para que se desangre. Cazar ranas y palomas y mantener la respiración para que no te piquen las ortigas. Las atronadoras tormentas de verano, los primeros cigarrillos y los primeros besos con sabor a regaliz.
Paraíso de la infancia.
Pero “Tierra de nadie” no es sólo el recuerdo de un tiempo perdido. Es el dolor de una experiencia: la pérdida de la inocencia. La diferencia, terrible y angustiosa, está en perder aquel paraíso de forma traumática. Esa es la gran diferencia. No perderlo durante los meses de invierno, al dejar de llevar pantalones cortos, sino que te la roben, te la quiten de golpe, te la arranquen en pleno verano. Eso es lo que produce la rabia y el sufrimiento, una negación, un silencio, una culpa; un dolor que impidió durante cuarenta años volver hasta aquél último verano, cuando el mundo infantil se hizo añicos, se rompió en pedazos. Aquel último verano cuando los adultos invaden la escena y se acabó lo que se daba. Los adultos y su sexualidad, los adultos y su impiedad, los chicos mayores y su crueldad.
Y la contradicción de tener que esperar precisamente a ser un adulto para dejar salir la angustia, poder contarlo de carrerilla, escribir sobre ello, volver a ser un niño y recordar con dolor. Porque duele recordar cómo le mataron a uno la infancia. Cómo nos hacen cómplices de su asesinato. Tener que hacerse mayor para comprender, recordar aquella historia que ahora me parece ridícula pero que en aquellos días me pareció terrible y obsesionante. Que ahora, siendo adultos, podemos entender, aceptar y asumir; pero entonces no, entonces aquel abuso, aquel robo, aquella traición, aquella pérdida para siempre de la inocencia y el paraíso produjeron angustia, desasosiego y culpa.
Tengo una memoria frágil. Lo sé. Y por eso tengo mucho que agradecerle a Javier Delgado con esta “Tierra de nadie”. Y también sé que soy un lector limitado. Es el estilo que Javier ha elegido para contarla, repleto de instantes íntimos y dolorosos, pero eché de menos que el texto fuera más pausado, corriera menos, se amontonara menos. Que no me dejara tomar aire, respirar, no me atropellara al leer. Eché de menos un final menos desordenado y confuso después de tanto recuerdo certero. No quedarme desconcertado, perdido, con el ceño fruncido, sin entender con claridad la nota final de la historia.

Javier Delgado. “Tierra de nadie”. Xordica Editorial. Zaragoza, 2009.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Acabas de describir mi infancia