viernes, 31 de octubre de 2008

Un reloj y lo demás


El título y la portada hacen a un libro visible. “Vísperas de nada” es un título poético y atrayente, pero yo me lo compré por la fotografía de la portada. Me hubiera dado igual el título.
Me lo compré sin saber nada del autor ni del contenido, sin carta de recomendación ni bendición apostólica. Lo compré porqué me quedé fascinado por esa imagen, por ese reloj que deja el pasado en blanco.
Nunca me había enfrentado a nada igual. No soy capaz de explicarlo. Las palabras me parecen completamente inútiles. Tan sólo la mirada sirve. Ese reloj es una metáfora visual demoledora. La perfecta representación en una imagen de lo que significa el tiempo en nuestra vida. Una cuenta atrás. A las nueve menos veinte todo se acabará. Un día 13. Seguramente martes.

Lo demás; lo que estaba dentro; vino después, al abrir el libro.

Me gustan los libros de relatos cortos. Mi madre diría que es porque soy un vago, y seguramente tenga razón, pero a mí me gustan porque pasan muchas cosas distintas en muy poco tiempo. Como los anuncios de la televisión.
Con estas “Vísperas de nada” de Miguel Ángel Ordovás tuve la sensación de estar haciendo zapping en casa en lugar de estar leyendo un libro. La literatura se convirtió en cine y estuve viendo películas dentro del libro. En cada canal ponían una diferente. Ventajas de la televisión de relato corto.
Primero fue una de cine negro. Al viejo estilo. Un asesino a sueldo vuelve a la ciudad de la que tuvo que huir. En esa ciudad que la muerte arrancó de su memoria se reencuentra con su pasado y con un amigo mezquino y cobarde que le encarga un trabajo. Las cosas han cambiado mucho. Su nombre es otro y ya no bebe ni brinda por los viejos tiempos. Su rostro impasible está repleto de ángulos rectos. Su vocabulario tiene muy pocas palabras. Pero el amor es una tormenta imprevisible que se desliza entre los pasos de baile y las notas de una buena orquesta. El mañana ya no importa después de que el amor de veras haya perdonado todos nuestros errores. Siempre quedará una canción que nunca olvidaremos.
Después vi una película en cinemascope. Me acordé de “El coloso en llamas”. El escenario era una ciudad encerrada en el anillo de fuego de un incendio que avanza devorándolo todo. El fuego ha dividido en dos a la ciudad. Un hombre está atrapado sin escapatoria. En su huida se presenta en el lugar inadecuado y se convierte en testigo molesto de un asesinato. La buena suerte cae dos veces del cielo. Al terminar, mi ropa olía a humo y cenizas, y me dolía el hombro de cargar con un muerto.
La siguiente fue un clásico de ciencia ficción en blanco y negro. Llegué con un comisario y un juez hasta un laboratorio subterráneo y secreto, con puertas que se abrían con tarjetas electrónicas y científicos con gruesas gafas de concha. Me enseñaron una máquina que conseguía hacer hablar a los muertos, y a los asesinos, arrepentirse de no haberles cortado la lengua.
Cambié de canal y vi una película americana moderna. La breve historia de un gángster salvaje. Su vida dura un solo día en el que le da tiempo a madrugar para golpear con su cinturón a una mujer, patear a un perro, perdonarle la vida a un recepcionista y a un camarero, recibir el encargo de acabar con la competencia desleal, darle una paliza por estrecha a la rubia-starlett que se beneficia su jefe, golpear en el hígado a un borracho, entrar en una casa con un 45 en cada mano y probar el sabor del plomo al salir al porche después de un trabajo bien hecho. El mundo es un lugar lleno de trampas y hay tipos que entran en el infierno por la puerta grande.
La siguiente me hizo cómplice de un pirómano. Y es que si lo necesitara mentiría para ofrecerle una coartada. Dos antiguos compañeros de estudios se encuentran después de muchos años. Uno resulta ser un ganador y el otro un perdedor. Uno triunfa y el otro sobrevive. El motivo es lo de menos. Tan sólo es la gota que colma el vaso. Le hice compañía en el coche mientras esperaba, fumando, sin hablar. Sabiendo lo que iba a hacer, comprendiéndole. Estaba allí para evitar que se rajara, por mí y por todos los perdedores del mundo. Vigilé mientras él apalancaba la puerta, comprobé que no se había dejado ningún rincón sin empapar, le dejé mi caja de cerillas. Me sentí feliz en esa tarde de domingo, con el olor a papel y vanidad calcinada.
En otro canal dieron una película española que convirtió una anécdota en algo entrañable. El destino puede venir escrito con tinta invisible en un requerimiento de la agencia tributaria para revisar nuestra declaración de la renta. Y puede además avisarnos con el pitido de un arco detector de metales. Podemos vaciar nuestros bolsillos de todo lo aparente, podemos desesperarnos sin saber dónde está la respuesta, podemos pensar incluso en conspiraciones y en vigilantes que quieren reírse de nosotros viéndonos con los pantalones en los tobillos. Al final resulta que llevamos metido en el cuerpo un pequeño trozo de metal y que aquella carta y esa comedia nos salvarán la vida. Aprendí que toda la amargura, todas las ocasiones perdidas, todo lo que callamos y el amor que no fue, todas nuestras derrotas y sinsabores nos dejan una huella que se cristaliza dentro de nuestro corazón.
Y ese maldito reloj sigue avanzando, dejando el pasado en blanco, empeñado en su cuenta atrás. Todavía nos queda tiempo. Hasta las nueve menos veinte. Un día 13. Seguramente martes.
“Vísperas de nada” Miguel Ángel Ordovás. Libros Certeza. Zaragoza 2007.

viernes, 24 de octubre de 2008

El ojo de un remolino


Anoche un desconocido me dejó un mensaje en el contestador. Un hombre con acento extranjero me decía: No entiendo porqué te parece tan extraordinario. Tan sólo es un escritor de frases geniales. Un tipo ocurrente, original; pero ese libro no tiene ni pies ni cabeza, es una boutade.
Recordé una de las frases del libro: Los hambrientos rabiaban con el aroma de los guisos que nunca probarían.
Me fui a trabajar y me olvidé del asunto.
Al mediodía, antes de ir al bar a tomar café, compré el periódico en la gasolinera. Hoy es jueves. Me guardo el cuadernillo literario y tiro el resto a una papelera. En el suplemento venía un artículo sobre el libro: “…su literatura recuerda al teatro del absurdo, es un ejercicio arriesgado al que debemos reconocerle la novedad de intentar trasladarlo a la literatura, pero es fallido por intangible…, es imaginativo y original, pero me temo que se queda en un estiloso ejercicio de pirotecnia...”
Pensé que se había quedado en la superficie. Como si el agua fuera una pista de patinaje, un cuerpo opaco y sólido. Sin hacer el esfuerzo para ver lo que hay debajo; ir más allá. Muchas veces he leído en las solapas y contraportadas de los libros citar al universo creativo de un escritor como su mejor virtud. Pues bien, Óscar Sipán lo ha creado. Me lo presentó en “Rompiendo corazones con los dientes” y tuvo su continuación en “Guía de hoteles inventados”.
En “Leyendario” ese universo conocido de hoteles y cafés decadentes, galgos, duelos a pistola, ciencias ocultas y manicomios se conserva y expande, aumenta su nómina con nuevos elementos: reliquias, amuletos, pozos de los deseos y una fábrica de espejos. Nuevos personajes: el hombre con branquias, un cantante de zarzuela aquejado de una crisis aguda de hipo y Barber el gato que precede a la muerte. Nuevas imágenes: prostitutas con un colchón sujeto a la espalda y la casa de la crueldad. Y, enroscados en su sombra, los animales mitológicos surgidos del agua: el pez cueva, el Saburuko, o Skrenta, híbrido de pez, hombre y escualo.
Mientras unos se entretienen en pintar bodegones, Óscar rompe el hielo de los estanques congelados. Cada uno elige sus propias terapias, sus magos favoritos. Yo acudo a los libros de Óscar cuando el día amenaza ruina. Recordé otra de las frases del libro: escribir es colocar una bomba en la realidad y con los pedazos contar historias.
Cuando volvía a casa la policía disolvía las colas en las librerías y los agentes del gobierno regalan entradas para el fútbol y vales descuento para comprar televisores.
En el buzón encontré una carta de La Academia de Historia Natural y Ciencias Exactas en la que me indicaba que el libro “Leyendario” de Óscar Sipán había sido incluido en la lista de libros perniciosos por inexactitudes y falsedades. Pensé que a diferencia del aire, el agua oculta lo que vive en su interior. Una puerta mágica tras la que puede vivir todo lo que queramos imaginar. Recordé otra frase del libro: La gente necesita desesperadamente volver a creer en milagros y prodigios.
Enciendo la radio. Un hombre ha llamado a la emisora para quejarse de su vecino escritor. Dice que escribe por las noches y que el ruido del teclado del ordenador no le deja dormir.
En la radio el locutor aprovecha la queja para recordar entre risas la anécdota aquella del escritor que fue sorprendido por la policía quitando la antena de su tejado durante el toque de queda. Fue detenido y llevado al juzgado de guardia y al vaciar sus bolsillos lo único que llevaba encima era una libreta con las páginas en blanco. El fiscal lo acusó de actos subversivos y le condenaron a prisión incomunicada para evitar el contagio.
Llamé a la emisora. Me identifiqué con mi verdadero nombre y apellidos. Dije que eso era mentira, y que lo sabía porque yo estaba allí. Dije que aquel escritor no llevaba ninguna libreta y que al vaciar sus bolsillos aparecieron un boleto de apuestas del canódromo, la factura de una sombrerería, el recorte de una noticia del diario local, una caja de cerillas de un hotel, un retrato de Zelda Zonk, una tarjeta de Sindulfo García –inventor- comunicándole su nueva dirección en Rávena y el éxito de sus inventos, un billete usado del tranvía, un papel con la anotación KNO3+S+C y un dibujo en tinta china con la marca O.S.
Ya saben la verdad –les dije-.
Colgué el teléfono y apagué la radio.
Recordé otra de las frases del libro: Los grillos cantan la misma canción sin letra de todas las noches.
Sé que esta noche vendrán a por mí. Los estoy esperando con las luces encendidas. Conozco los cargos. Me acusarán de no respetar el toque de queda y de hacer metaliteratura.
“Leyendario. Criaturas de agua”. Escrito por Óscar Sipán e ilustrado por Óscar Sanmartín. Tropo Editores. Zaragoza 2007.

martes, 21 de octubre de 2008

Pequeña joya ilustrada


(Sobre la edición de "Leyendario" y los dibujos de Óscar Sanmartín)


Lo tengo sobre la mesa. Acaricio la portada, los bordes erosionados de la sobrecubierta, las esquinas rotas. No soy un bibliómano; tan sólo un viejo sentimental. Es una herencia; como todos los libros antiguos que hay en mi casa; supervivientes de mudanzas, pleitos y naufragios. Están todos en una habitación oculta tras una puerta falsa, a salvo de la codicia de los anticuarios y sus perros de presa, comisionistas sin escrúpulos que se cuelan en las casas disfrazados de agentes de seguros interesados en inventariar el contenido de un continente. Conozco bien sus métodos.
En el interior del libro, guardada como una mariposa de papel marchito, hay una hoja de un diario de provincias, la noticia que cuenta que este libro de Tropo Editores recibió del Gobierno de Aragón el premio al mejor libro editado en 2007.
Ahora hace cien años.
Junto a la noticia hay una fotografía en la que se ve a un hombre sentado en el borde de un turbio canal sujetado una caña de pescar con el hilo sumergido en el agua. A su lado otro hombre sonríe y sostiene una red y un arpón. Junto a ellos un galgo atigrado observa la escena. Por detrás una nota manuscrita: Con O.S. a la caza del Saburuko. Canal Imperial. Zaragoza 2008.
Sobre la guarda de la tapa, delante y detrás, el ex-libris de su anterior propietario, el nombre con letra gótica en los bordes: Jeremías Barés Fayón, y en el centro el dibujo a carboncillo de la cabeza de un dragón atravesada por una lanza. En el margen derecho la firma del autor: O.S.
Los libros ilustrados son especiales. Los coleccionistas lo saben. Los mercaderes de papel, también. Por eso mandan a sus perros a cazar por los rincones de las casas más viejas de esta ciudad.
Este ejemplar mío de “Leyendario” conserva la sobrecubierta original con el magnifico dibujo de la portada, el mejor de la serie: la bestia correosa y elástica con el tranvía nº 5 enroscada en la cola, como si fuera una lengua tragando una píldora. Lo corriente y lo fantástico. La simbiosis perfecta que existe en este libro entre texto y dibujo.
La sobrecubierta protege el dibujo de las tapas. Una greca de sabor antiguo: un hombre barbado, peces y frutas. Los detalles que le hacen especial. Una pieza delicada de amor y orfebrería. Las guardas en papel color burdeos, las dos hojas de cortesía o respeto, la acertada elección del papel estucado de 180 gramos, pensada para aguantar el viento del tiempo. Un hermoso trabajo artístico.
Dicen que es un libro buscado en las librerías de viejo. Un libro raro, agotado. Los coleccionistas lo tienen bien guardado, expuesto en vitrinas blindadas. Los ingenuos y los advenedizos lo buscan por las estanterías más oscuras; preguntan por él, sueñan con su hallazgo. Pero es inútil. No está. Si aparece alguno no se pone a la venta. El librero sabe que hay clientes interesados. Les llamará por teléfono y se relamerá como un gato glotón al decirles el precio. Lo venderá con la tienda cerrada. En secreto. Con un hombre armado guardándole la espalda.
Miro el mío. Soy afortunado.
Los dibujos conocidos de Óscar Sanmartín, mil veces vistos: el hombre con un tentáculo en lugar de cabeza, que recuerda a Gregorio Samsa.
El retrato del hombre con branquias, con la cabeza oculta en una escafandra de agua dulce, y a la vuelta, como la otra cara de una moneda, su cuerpo desnudo, su cabeza convertida por el desamor en una raíz seca.
Un velero varado sobre el lomo cuarteado de la luna.
El pez cueva y su inquietante interior oscuro.
El Saburuko, dragón sin rostro y ladrón de barcas, llevando a cuestas su caparazón, como una tortuga tímida.
Una torre sobre una ola de piedra.
Una criatura palmípeda intentando alcanzar un cubo de agua, y su grito y su lamento, tensando su brazo.
El extraño animal, mezcla de lucio, escualo y atleta griego, atrapado en el hilo que destapó su anonimato.
La caja del fluido garcía devolviendo la vida a unas ancas de rana y el Anacronópete, aeronave de hierro para viajar en el tiempo. El sueño de Enrique Gaspar hecho realidad.
El exterminador y su lanzallamas, flautista de Hamelin convertido en buzo de cloaca.
Un cofre vacío vigilado por una estrella de mar, la auténtica leyenda del dorado.
Los ataúdes de plomo y su vuelo al olvido.
Un calamar con piernas, la sirena incompleta que nadie amará en su monstruosidad deforme y su fracaso.
La caja del feriante ambulante, con ruedas y saeteras para que los hombres puedan admirarse de la extrañeza enjaulada.
La pierna disecada de una sirena, capricho caro de un coleccionista, que no es más que el trabajo de carpintería de un escenógrafo.
Y el último, el más inquietante, el cuerpo de un hombre sin rostro y sin brazos, con aletas en lugar de pies, volando sentado en una silla.
Las criaturas surgidas del agua, la imaginación y lo inaudito se vuelven corpóreas, posibles y reales en los dibujos. El color del papel, la técnica escogida, como de grabado antiguo, envejecen el dibujo y aumentan el misterio de su imagen, como si estuviéramos ante el descubrimiento de un secreto.
Eso me recuerda aquella leyenda susurrada en las húmedas trastiendas de las librerías de viejo. Hablaban de unos aguafuertes sin firma, pero atribuidos a un dibujante y modelista de Zaragoza, que desaparecieron de la biblioteca secreta de un anciano que fue encontrado muerto en su casa, ahogado en la bañera, con una extraña alga metida en la boca.
"Leyendario. Criaturas de agua". Escrito por Óscar Sipán e ilustrado por Óscar Sanmartín. Tropo Editores. Zaragoza 2007.

miércoles, 15 de octubre de 2008

Cabalgando de nuevo


Las películas del oeste nunca fueron para mí un argumento para jugar. Un paisaje desértico, polvoriento y caluroso, puebluchos de mala muerte, rebaños de vacas y tipos montados a caballo. Yo soy un niño de ciudad que creció viendo la televisión y que jugaba a “Los hombres de Harrelson” y a “Starsky y Hutch”.
Pero en “Vivo o muerto” están los diez relatos de un mundo propio. Están las diez historias que nos cuentan ese tiempo de la memoria cuando el mundo del oeste americano llegó a nuestro paisaje y se volvió real. Un mundo de aventuras y pistoleros con el que los niños soñaban al salir del cine, cabalgando sobre caballos invisibles y disparando con pistolas de madera. Los huertos eran bancos para atracar, en el pueblo peleaban dos bandas, y ver un colt auténtico podía ser la mayor de las aventuras y el motivo para caer en una trampa.
Un mundo real que los adultos tuvieron la oportunidad de vivir para morir sin decir una frase, la excusa para abandonar el pueblo y trabajar en el cine de extra, beber whisky y cambiarse el nombre. Convertirse en lo que no eran.
Cuando el viento cambió y las caravanas se fueron, los niños mudaron de juego pero los adultos se cayeron de golpe del sueño. Los Estudios donde se inventaba el oeste cerraron, y les quitaron sus sombreros y sus pistolas. Ya no tendrían que morir bien, ahora tendrían que vivir trabajando de albañiles o vendiendo chicles y tabaco en un cine. Pasó su juventud, se gastaron el dinero y se bebieron todas las noches entre sonrisas y partidas de cartas. Ahora sienten lástima de sí mismos y cuentan a los camareros películas del oeste.
En ese mundo de “Vivo o Muerto” había también directores de cine. Profesionales despreciados por sus compañeros porque consideraban a esos spaghetti-westerns productos de serie B; un burdo espectáculo de entretenimiento que resulta hoy patéticamente cómico y repetitivo.
Ese mundo era la pasión y el motivo para vivir de un pastelero que al cerrar el negocio se convertía en Frank Logan, se encerraba en la cocina después de cenar, sacaba el estuche de la Olivetti y se ponía a escribir novelas del oeste. Historias de sangre y polvareda.
Los actores eran rubios, con ojos azules y de nombre americano, pero que resultaban ser italianos. Como el pelo y los ojos de una belleza que duele entrevista en un cine de verano por donde revoloteaban los murciélagos. Un tiempo para jugar a los cow-boys y descubrir que el amor es un dolor triste y dulce que oprime el pecho.
Las actrices sufrían mal de amores, se sentían cansadas y desdichadas y sentían ganas de huir mientras su belleza las convertía en mitos eróticos ante el espectáculo de sus piernas desnudas y la insinuación de que no llevaban nada bajo un poncho de lana.
Los actores americanos, estrellas y canallas, conquistaban a las mujeres de los pueblos donde llegaban con su acento extranjero y sus gafas de espejo. Ellas caían enamoradas de esos falsos pistoleros de mano zurda que les prometían volver pero que no cumplían sus promesas. Penélopes españolas a las que la espera y el engaño volvía locas. Hijos bastardos del falso amor, rubios en un pueblo de rostros sucios que se vengarán del mundo, su farsa, y sus burlas, disparándoles por la espalda.
En “Vivo o muerto” también está una genuina historia del oeste con todos los ingredientes imprescindibles: una mina de oro abandonada, un pistolero malherido, un hombre llamado Cuervo, una moneda, la avaricia que desencadena la muerte, los malvados, la chica, la huida, un tesoro escondido en un cementerio indio y unas serpientes venenosas.
Los caballos eran alquilados, los pueblos solo eran fachada, pero estas películas fueron la luz para un tiempo triste con olor a cerrado, el pasaporte de los hombres libres. Cuando su caravana llegaba a un pueblo lo transformaba todo. El paisaje, la mirada, la locura de una mentira que se vuelve realidad. Dejaba su huella de muerte, la historia que nunca se olvida y de la que nadie quiere hablar.
Hace mucho tiempo que se fueron, pero algunos dicen que en Los Monegros, las noches de luna nueva, se escucha el aullido de los coyotes.
“Vivo o muerto. Cuentos del Spaghetti-Western” Varios Autores. Tropo Editores. Zaragoza 2008.

viernes, 10 de octubre de 2008

La última partida


Los juegos de cartas siempre me han producido indiferencia. Desconozco sus virtudes y no comprendo sus emociones. Ni tan siquiera sé jugar al guiñote. Pero lo que sí conozco –y bien- es la niebla. Lo que significa vivir dentro de ella.
La niebla puede ser invisible o hacerse evidente. Cuando es invisible resulta peligrosa, vive en nuestras entrañas y no la vemos. Cuando se hace evidente es demasiado tarde. Estás perdido, desorientado, y no ves la salida. Muchos viven y mueren atrapados por ella. Pero también algunos consiguen salir.
Esta es la historia de un hombre afortunado que consiguió salir de esa maldita niebla. Salvarse. Escapar. El resto es magia. Misterio. Leyenda. Y un final que no voy a desvelar y que les aseguro no va a dejar indiferente a nadie.
Hay mucha vida en esta novela. Hay personajes y humanidad. Un padre separado, una ex mujer y una hija adolescente en la edad del pavo. Hay amor, timidez y dudas, y un secreto que guardar. Hay lugares conocidos, casas vacías, bares y ríos; y hay ciudades y filosofías por descubrir. Hay desencantos, supervivencia, madres y vecinas, abuelos y palomas, amistades y borracheras. Sueños envueltos en niebla. Hay un perro guardián llamado Arcángel. Hay juego, avaricia y orgullo. Hay aventura, misterio, azafatas, vagabundos y sombras. Hay muerte, miedo, una huida, llamadas telefónicas y un viaje en barco. Hay objetos, una navaja de afeitar, pasaportes falsos y naipes con alma. Hay preguntas, un destino y un beso sincero.
Pero, sobre todo, hay dos citas fundamentales. La primera es que “La verdadera felicidad consiste en conocer las propias capacidades y ser capaz de expandirlas. Conocerse a uno mismo y trabajar por mejorar. Pero hay un problema, eso cuesta esfuerzo y dolor”. Y la segunda es que hay que “creer en una victoria. Si te preocupa perder, perderás”.
Un jugador profesional de póquer recibe el encargo de jugar una partida. Acepta el trabajo porque puede ganar dinero suficiente para retirarse definitivamente. Se trata de un perdedor, un derrotado, un viejo maestro que sobrevive a base de oficio, habilidad y un par de trucos. Ese trabajo es para él la partida final, su última oportunidad para redimirse, romper con el pasado, recuperar la dignidad. Encontrar la salida. Salvarse. Jugar esa partida para ganarla.
Esa última oportunidad le llevará a comprender que nuestro peor enemigo somos nosotros mismos. A conocer el dolor y vencerle. A beberse todas las botellas del mini-bar de la habitación de un hotel y dejar que el dolor te hable. La vida de un jugador: partidas, noche, ausencia, silencio. Y el precio que hay que pagar: soledad, camas vacías, alcohol, adulterios. Un matrimonio roto. Puertas que se cierran. Abandonos. Y la consecuencia: vacío y ansiedad. Cometer un acto desesperado. Destruirse. Dejarse ganar la partida que le hubiera otorgado la inmortalidad. La renuncia. La derrota en la final de la serie mundial de póquer.
Descubre también que hay algo más que puede salvarte. Un sentimiento poderoso: el amor. La emoción de las primeras citas, los nervios, volver a tener veinte años. Vencer el miedo a defraudar al amor, el miedo a no saber qué pasará, qué hacer. Encontrar la esperanza y la calma del amor compartido. El sueño en los brazos de otro. El tacto de su piel. La vida que queda. La sonrisa que deja el amor.
Todos tenemos nuestro lugar guardado en el mundo. Unos lo encuentran, otros no lo hacen nunca. Algunos tienen la magia de su lado. Esta historia nos hace creer que a los luchadores les llega su recompensa. Que los que creen en el amor, lo encuentran. Lo importante es saber quién eres aunque viajes con pasaporte falso. Que la vida es como arrimarse a un cerezo japonés en primavera.
Todos mereceríamos que esa maldita niebla se deshiciera, nos permitiera encontrar nuestra alma, nos dejara volver a encontrar el amor que creíamos perdido. Todos mereceríamos tener suerte. Conocer la magia de nuestro destino, la razón de estar en este mundo. Todos deberíamos tener la oportunidad de jugar esa partida y ganarla. La suerte de recuperar tu alma.
Esta historia es como prender una cerilla. Rascas y la llama surge despacio, después, coge velocidad, crece imparable hasta que llega al máximo: azul, negra y amarilla; triangular y afilada. Deslumbra. Durante un instante mantiene la esperanza de su luz ante tus ojos, después se apaga. Queda un diminuto rescoldo que parece infinito y un humo azul que pretende ser llama. Parece algo simple e inútil, pero la cerilla prendió, dio luz, iluminó, y su calor consiguió disipar la niebla.
Mario de los Santos. “Cuando tu rostro era niebla”. Onagro Ediciones. Zaragoza 2008.

miércoles, 1 de octubre de 2008

El lado derecho de la cama

Al terminar el libro barajé varias teorías. Una primera hablaba de esa cosa de enseñar divirtiendo. Dejar en evidencia todas nuestras miserias humanas y descojonarnos un rato. La risa como terapia. Abandonar el alcohol y empezar a comer sano y hacer algo de deporte. ¿…? Dejé ese camino y bajé a la nevera a por una cerveza bien fría. Encendí otro pitillo. Me horrorizan las monsergas y los talleres municipales.
La segunda me llevó a pensar que sólo eran realidad el primer y el último capítulo del libro. El uno y el doce. El resto es una fabulosa alucinación. Las verdades del loco y el borracho. Un cerebro parlante metido en una quesera. Una novela de ciencia ficción.
La tercera me producía inquietud, terror y desconfianza. Los informáticos y los científicos siempre me han parecido sujetos peligrosos. Todo resultaba demasiado real, factible, una predicción de futuro. El visionario; otra vez el loco diciendo las verdades, la pesadilla. Y es que de verdad creo que a la gente le encantaría cambiar de cuerpo, que lo harían si pudieran. Resetear su memoria, poner el contador a cero, olvidar, vivir sin dolor. Tirar a la basura su conciencia y tener un holograma en el salón, una realidad virtual que alquilar por horas para hacerles compañía y desenchufarla cuando moleste o aburra.
La cuarta me llevó al examen de conciencia, a borrar el historial de las páginas web que he visitado y a pensar que yo no soy mejor que ellos, que a mí también me gustaría comprarme el cuerpo del hombre más deseado del planeta, decir lo que me diese la gana, dejar de ser un don nadie invisible, volver tarde a casa y no tener que dar explicaciones. Vivir sin pedir disculpas.
Esto empezaba a ser un juego peligroso. A lo mejor era buena idea quemar el libro e irme a ver la tele.
La quinta fueron las comparaciones odiosas. El veneno metido en el cuerpo. ¿A quién mataría para cambiar mi vida? Salieron varios nombres. Imaginé mi vida sin esas personas. Sentí el alivio de una nueva vida, la euforia… y la culpa persiguiéndome siempre. Y las malditas consecuencias de nuestros actos, el odio, la venganza, y la imposibilidad de retroceder, ese programa de deshacer que no se ha inventado, esa tecla que no existe.
La sexta me trajo la aventura, la emoción inverosímil de vivir en el cuerpo perfecto de una mujer hermosa, sentirme deseada y poderosa. Y sentí vergüenza de mí mismo, me convertí en un perro que olisquea el culo a sus semejantes, me sentí culpable de mis miradas lascivas, de mi última erección.
Quise sentir el amor intenso de los paseos por el parque bajo la lluvia, la fuerza del amor que supera cualquier obstáculo. Quise que alguien me salvara, abandonara todo por mí, arruinara su vida. Quise huir, hacer lo que me diese la gana. Pero descubrí que la felicidad se acaba y llega el arrepentimiento, que lo perfecto es aburrido.
Quise ser un millonario elegante, cínico y nihilista. Quise ser escritor y borracho... y tuve que reconocer que siempre es demasiado tarde para algo. Resignarme a vivir, aceptar que el libre albedrío no existe. Que no es posible una vida sin miserias, que los recuerdos nos persiguen. Que la mejor realidad es la ficción.
Solicité un curso por correspondencia para aprender a leer entre líneas, descubrir el mensaje que se oculta en esta historia, y me mandaron un espejo de mano, un kit de maquillaje y una pistola cargada. Esa noche soñé que estaba tumbado en el sofá de casa sin hacer nada, mirando el techo. Entonces entraban dos hombres en el salón. Uno iba disfrazado de payaso, el otro era Luis Buñuel. El payaso me golpeaba con un garrote mientras gritaba: ¡Despierta! Buñuel se reía y grababa la escena con una cámara de súper ocho.
La séptima me hizo pensar en un secuestro. Un espíritu burlón que decía ser mi conciencia venía a buscarme a casa y me llevaba entre carcajadas y a toda leche de un lugar a otro. Una noria. Una montaña rusa. Un hospital. Una cárcel. Soy la felicidad, la verdad, la mentira y el sueño. Me decía. Hijo de puta. Tanto viaje para al final devolverme al mismo sitio. Al mismo bar, al mismo trabajo, a la misma rutina.
La última es siempre la suma de todas las anteriores. La teoría ecléctica. El mogollón. Todos los ingredientes agitándose en la coctelera. Me dio por pensar en mí, en mis contradicciones, en el reflejo de mi propia vida, en la culpabilidad, la insatisfacción humana, la contradicción permanente en que vivimos. La felicidad momentánea. El hurto.
No hay remedio. Tan sólo lucha.
Por lo menos sentí alivio al comprobar que duermo en el lado derecho de la cama. Algo es algo.
Mariano Gistaín. “La mala conciencia” Editorial Anagrama. Barcelona 1997.