viernes, 31 de octubre de 2008

Un reloj y lo demás


El título y la portada hacen a un libro visible. “Vísperas de nada” es un título poético y atrayente, pero yo me lo compré por la fotografía de la portada. Me hubiera dado igual el título.
Me lo compré sin saber nada del autor ni del contenido, sin carta de recomendación ni bendición apostólica. Lo compré porqué me quedé fascinado por esa imagen, por ese reloj que deja el pasado en blanco.
Nunca me había enfrentado a nada igual. No soy capaz de explicarlo. Las palabras me parecen completamente inútiles. Tan sólo la mirada sirve. Ese reloj es una metáfora visual demoledora. La perfecta representación en una imagen de lo que significa el tiempo en nuestra vida. Una cuenta atrás. A las nueve menos veinte todo se acabará. Un día 13. Seguramente martes.

Lo demás; lo que estaba dentro; vino después, al abrir el libro.

Me gustan los libros de relatos cortos. Mi madre diría que es porque soy un vago, y seguramente tenga razón, pero a mí me gustan porque pasan muchas cosas distintas en muy poco tiempo. Como los anuncios de la televisión.
Con estas “Vísperas de nada” de Miguel Ángel Ordovás tuve la sensación de estar haciendo zapping en casa en lugar de estar leyendo un libro. La literatura se convirtió en cine y estuve viendo películas dentro del libro. En cada canal ponían una diferente. Ventajas de la televisión de relato corto.
Primero fue una de cine negro. Al viejo estilo. Un asesino a sueldo vuelve a la ciudad de la que tuvo que huir. En esa ciudad que la muerte arrancó de su memoria se reencuentra con su pasado y con un amigo mezquino y cobarde que le encarga un trabajo. Las cosas han cambiado mucho. Su nombre es otro y ya no bebe ni brinda por los viejos tiempos. Su rostro impasible está repleto de ángulos rectos. Su vocabulario tiene muy pocas palabras. Pero el amor es una tormenta imprevisible que se desliza entre los pasos de baile y las notas de una buena orquesta. El mañana ya no importa después de que el amor de veras haya perdonado todos nuestros errores. Siempre quedará una canción que nunca olvidaremos.
Después vi una película en cinemascope. Me acordé de “El coloso en llamas”. El escenario era una ciudad encerrada en el anillo de fuego de un incendio que avanza devorándolo todo. El fuego ha dividido en dos a la ciudad. Un hombre está atrapado sin escapatoria. En su huida se presenta en el lugar inadecuado y se convierte en testigo molesto de un asesinato. La buena suerte cae dos veces del cielo. Al terminar, mi ropa olía a humo y cenizas, y me dolía el hombro de cargar con un muerto.
La siguiente fue un clásico de ciencia ficción en blanco y negro. Llegué con un comisario y un juez hasta un laboratorio subterráneo y secreto, con puertas que se abrían con tarjetas electrónicas y científicos con gruesas gafas de concha. Me enseñaron una máquina que conseguía hacer hablar a los muertos, y a los asesinos, arrepentirse de no haberles cortado la lengua.
Cambié de canal y vi una película americana moderna. La breve historia de un gángster salvaje. Su vida dura un solo día en el que le da tiempo a madrugar para golpear con su cinturón a una mujer, patear a un perro, perdonarle la vida a un recepcionista y a un camarero, recibir el encargo de acabar con la competencia desleal, darle una paliza por estrecha a la rubia-starlett que se beneficia su jefe, golpear en el hígado a un borracho, entrar en una casa con un 45 en cada mano y probar el sabor del plomo al salir al porche después de un trabajo bien hecho. El mundo es un lugar lleno de trampas y hay tipos que entran en el infierno por la puerta grande.
La siguiente me hizo cómplice de un pirómano. Y es que si lo necesitara mentiría para ofrecerle una coartada. Dos antiguos compañeros de estudios se encuentran después de muchos años. Uno resulta ser un ganador y el otro un perdedor. Uno triunfa y el otro sobrevive. El motivo es lo de menos. Tan sólo es la gota que colma el vaso. Le hice compañía en el coche mientras esperaba, fumando, sin hablar. Sabiendo lo que iba a hacer, comprendiéndole. Estaba allí para evitar que se rajara, por mí y por todos los perdedores del mundo. Vigilé mientras él apalancaba la puerta, comprobé que no se había dejado ningún rincón sin empapar, le dejé mi caja de cerillas. Me sentí feliz en esa tarde de domingo, con el olor a papel y vanidad calcinada.
En otro canal dieron una película española que convirtió una anécdota en algo entrañable. El destino puede venir escrito con tinta invisible en un requerimiento de la agencia tributaria para revisar nuestra declaración de la renta. Y puede además avisarnos con el pitido de un arco detector de metales. Podemos vaciar nuestros bolsillos de todo lo aparente, podemos desesperarnos sin saber dónde está la respuesta, podemos pensar incluso en conspiraciones y en vigilantes que quieren reírse de nosotros viéndonos con los pantalones en los tobillos. Al final resulta que llevamos metido en el cuerpo un pequeño trozo de metal y que aquella carta y esa comedia nos salvarán la vida. Aprendí que toda la amargura, todas las ocasiones perdidas, todo lo que callamos y el amor que no fue, todas nuestras derrotas y sinsabores nos dejan una huella que se cristaliza dentro de nuestro corazón.
Y ese maldito reloj sigue avanzando, dejando el pasado en blanco, empeñado en su cuenta atrás. Todavía nos queda tiempo. Hasta las nueve menos veinte. Un día 13. Seguramente martes.
“Vísperas de nada” Miguel Ángel Ordovás. Libros Certeza. Zaragoza 2007.

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