sábado, 14 de junio de 2008

Víctimas


Quizás las dos únicas obligaciones del superviviente de una guerra sean estas: una, dar gracias por su buena suerte, y otra, vivir para contar el infierno de ese horror con la esperanza de que no vuelva a repetirse.
Y basándose en testimonios y en la memoria escrita de esos supervivientes Ignacio Martínez de Pisón ha escrito “Una guerra africana
Si todas las guerras son malditas y abominables esta novela de Martínez de Pisón nos recuerda algunas particularidades que hicieron de esa guerra en Marruecos una perfecta muestra de la injusticia y la ineptitud humanas.
Por un lado estaba ese invento llamado la cuota. Que consistía en que los pobres que eran incapaces de pagar la cantidad de dos mil pesetas para evitar que sus hijos fueran al frente tenían que acudir a la estación de tren a despedirles en su partida al norte de África esperando que esa no fuera la última vez que les vieran con vida, y por el contrario estaban aquellos que podían pagarla y conseguían que sus hijos se libraran de ir a la guerra. Pocas veces he conocido algo tan injusto y discriminatorio.
Y por otro lado estuvo la pésima y errónea estrategia militar de esa guerra, escenificada en un nombre propio: los blocaos. El blocao era una barraca de madera que pretendía ser un fortín y donde los soldados españoles se pasaban encerrados meses. Comunicados con la retaguardia tan sólo por un heliógrafo que se convertía en un trasto inútil un día sin sol. Los blocaos eran posiciones aisladas difíciles de abastecer y defender, y que eran completamente dependientes de la ayuda que recibían del exterior por medio de un convoy. Convoy de abastecimiento y relevo que muchas veces atacaban los rifeños matando a los soldados y quedándose con los mulos, víveres y municiones.
En esta guerra africana de Martínez de Pisón están además el fiel retrato de una sociedad y una época de nuestra historia: mandos enloquecidos, arbitrarios y brutales; un fallido atentado anarquista que provoca la muerte de un inocente; civiles que se enriquecieron con el negocio de los suministros al ejército; una libertaria revolucionaria que se convierte en la amante de un coronel; padres desesperados que acuden a Melilla a buscar a sus hijos y que están dispuestos a pagar lo que haga falta por liberarlo; oficiales que, sentados cómodamente en el casino, acusan de cobardía y deshonor a los soldados que cayeron prisioneros en el frente. Hay corrupción, oportunismo y mentira, hay política, sobornos, dignidad y vergüenza.
En “Una guerra africana” están esos soldados con alpargatas que se resignaban a su destino enfrentándose a un enemigo invisible que mataba sin ser visto. La muerte convertida en una onomatopeya de chiste macabro: pac-co. Aldeanos que se alistaron voluntarios en el ejército para huir de la pobreza de su pueblo y se encontraron viviendo en el infierno, muchachos que no habían cumplido veinte años con ganas de reír y que, al mismo tiempo, se sentían los más desgraciados del mundo, que conocieron en una barraca de madera el significado de la amistad y el dolor por la muerte del amigo. Hombres que pasaron por la terrorífica experiencia de escuchar el desesperado grito de auxilio de otro soldado caído en tierra de nadie y al que no pueden salir a salvar teniendo que abandonarlo a una muerte segura que llegará esa noche en el filo de una gumía y la culata de un fusil. Contemplar muertes entre terribles torturas y mutilaciones y presentir que la suya será igual.
Pero en “Una guerra africana” hay, sobre todo, víctimas. Víctimas que se amontonan en un depósito de cadáveres. Un lugar de horror donde la vida desparece entre cuerpos salvajemente mutilados que se van pudriendo sin poder ser reconocidos, miembros cercenados, cabezas arrancadas, troncos abiertos en canal. Hospitales donde contemplar a los moribundos, los heridos y los lisiados.
Y está la muerte del hombre y su terrible forma. El grito sobrecogedor de los rifeños que infundía terror y anunciaba el destino de los soldados sitiados en el blocao. Sin poder salir y sin poder recibir ayuda a tiempo. Muchachos que se enfrentan a la muerte llorando o rezando tras quedarse sin munición, con una última bala para elegir entre el suicidio o la nada. Cabezas cortadas y gritos llamando a la madre.
Al final, Martínez de Pisón, para salvarnos de tanta monstruosidad y crueldad, nos regala la última esperanza del amor, la salvación, la victoria de la vida y la esperanza. Y esa buena suerte del que sobrevive y su compromiso para contarnos cómo es el infierno, ese lugar en la tierra construido por los hombres que miles de ellos tuvieron la desgracia de conocer.

Ignacio Martínez de Pisón, “Una guerra africana”, Editorial RBA, Barcelona 2008

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